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El hentai es mucho más real que el porno, al menos que el insta-porno que pulula por doquier.

Sí hablemos de hentai, pues era algo que no esperaba. Al contrario, navegando por una de esas recónditas páginas de citas que seguramente ya nadie frecuenta, salvo yo y algunos cuantos distraídos, me llamó la atención que, entre todas las cosas que podría haber destacado de sí mismo (por poner un ejemplo: su tan generosa y prodigiosamente localizada masa corporal), resaltaba, como ya habrán adivinado, la frase siguiente:

«Todo lo que sé hacer lo aprendí del hentai».

Ay, estos circa-millenials y su sarta de siglas y acrónimos que creen que descubren en hilo negro cuando, en realidad, lo que hacen es nombrarlo de manera diferente y que, tiro por viaje, me llevan directito al irreemplazable Urban Dictionary, cuyas definiciones devoro aunque no me produzcan el prolongado posgusto de sus ejemplos: mención aparte merecen esas expresiones tanto por la singularidad de su estructura como por el desparpajo y el cinismo con que se enuncian, propias de una plática de locker de hombres o mujeres o dentro de un autobús con destino «Access Hollywood».

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Aunque, volviendo al tema, no era que no supiera sobre el hentai, la pornografía del manga y el anime, o sobre sus subgéneros y típicas peculiaridades como los senos descomunales, despiadadamente torturados o que liberan leche materna durante el éxtasis. El problema es que sabía lo insuficiente. Un poco de la irrupción y el ultraje por parte de monstruosos tentáculos crecientes y constrictores. Y todavía menos de las entonces para mí predecibles, ahora fascinantes e inagotables, Futanari, las insaciables hermafroditas.

Así como me ha dicho un par de galanes cuando me ven titubeando ante la despedida: «No me valoraste», igual sentí que me pasó con el hentai y, aquí entre nos, no sé qué era peor. . . hasta ahora (¡toco madera!) que tuve a bien descubrirlo y, literalmente, de primera mano. No es que un día haya despertado pensando cómo joder a alguien con mis conocimientos en la materia. No. Lo mejor de esta historia de éxito es cómo me fue transmitida: empíricamente: de boca en boca, por ósmosis, ultra filtración e intercambio iónico. Si acaso hubo rejillas o filtros, fueron los de la ropa que son otra historia.

Eso es algo de lo que más disfruto de este alumno iniciado y doctorado en hentai: el juego de la ropa. O, mejor dicho, que sobre todo la ropa interior juega un rol. Y no me refiero a los diseños propios de desfile ni a las prendas que claman a los cuatro vientos ser retiradas, sino a la ropa interior para su función quizá más elemental: de protección, de cobijo, de pudor. Sí, con este novio mío, novio mío, hubo una especie de regresión a la era de la curiosidad, la duda y la inocencia por cómo se activaron tantas sensaciones adormiladas como el nerviosismo y el temor.

Quizá no fue mi primera vez, pero, ay, cuánto me la recordó, para lo malo, lo bueno y lo mejor. Sobre todo porque, a últimas fechas, en el pan mío de cada encuentro casual sólo había de dos sopas: el obsesionado con la transparencia y la textura de la lencería y, por otra parte, al que le estorbaba cualquier trapo que se atravesara en su camino y había que deshacerse de él con presteza, desesperación y hasta enojo, al grado de que, si de plano los dedos se atarantaban en pleno desabotonar o bajar cierres, a mí era a la que le tocaban gestos, ademanes o gritos indicando: «deshazte de esa pendejada, pero ya».

Bendita sea la hora en que mi sensei del hentai me recordó que el tiempo también pasa muy prodigiosamente mientras alguien acaricia una vulva por encima de la panti o la acuña o le sopla y la calienta o, ya más enérgico, centra el clítoris o la vagina y pulsa y frota con el dedo hasta provocar y sentir la humedad que en la animación es siempre abundante y luminosa y se disfruta vivamente con todos los sentidos. Por supuesto que también están los que se pierden extasiados entre las bragas, empapadas de los fluidos de ambos, o que, hechos unas bestias, las arrancan con los dientes.

Así lo hizo mi sexy novio geek con uno de mis percudidos bras para hacer ejercicio que, de todos modos, ya estaba por tirar a la basura. No me gusta que me estropeen la ropa. Eso ya lo he dicho aquí, pero a él se lo pasé porque lo hizo como si fuera parte de la música: como un tirón repentino, que no inesperado, ¿me explico? Bueno, pues así sucede en el hentai

Aunque, a la hora de la hora, lo que abunda son senos no sólo desnudos sino colosales, previo y durante el coito no es raro ver a las busty girls luciendo los escotes de sus blusas de colegiala o, algo mucho más deleitable para mí, el anti-escote o escote inverso que muestra los pechos en su parte inferior, como el que le valió una suerte de censura a Halsey en algunos premios MTV, aunque a mí me gustan más cuando las tops o los bras son ajustados y dejan ver el par redondeces y nos desesperan un poco pues daríamos todo por ver asomar de lleno el pezón. 

Y hablando de los pezones: los del hentai son punto y aparte: son lo más fiel a la realidad: distintos el uno del otro, con cuarteaduras y agujeros, como si fueran ojos, al menos así parece durante los close-ups: los vemos tal cual son. Ay, salvo los senos y las nalgas que son gigantes y redondas, el resto del hentai es mucho más real que el porno, al menos que el insta-porno que pulula por doquier.

Por supuesto que los clítoris y los labios vaginales tampoco se salvan de los acercamientos de las cámaras: algo de lo más fascinante es que no se acercan por acercarse, como ocurre en otro tipo de porno donde estas tomas son más parte del morbo del espectador que del frenesí de los personajes. No así en el hentai: ahí nosotros somos los y las protagonistas: sea que temblemos de miedo ante el tentáculo que está a punto de embestirnos o, del otro lado, que nos saboreemos esos pezones disparejos o ese clítoris que succionamos a través del nylon de la panti. Sentimos la repulsión de la chica ante el hombre que está por lamer y salpicarle la axila, pero también la lascivia de ese hombre, que tiene la edad de su padre o de su abuelo, y que arde por penetrarla.

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Llevo semanas en un viaje de hentai que les recomiendo emprender ustedes mismos. En uno de esos ero-trips vi, en una serie de escenas, algo de lo que más me gusta hacer con mi novio y algo de lo que más me gusta que me haga y que, para variar, tiene que ver con los senos: cuando estamos en doggy o en cuatro y él me penetra con tal fuerza y tamaños hue***, al grado de que puedo sentir éstos rebotar contra mi vulva, y hasta mis senos se golpean uno contra otro.

Entre más vigoroso, mayor y más intenso y grotesco y sublime es el golpeteo, qué va, es como si aplaudieran: aplauso de senos, ¿será posible algo semejante? Yo soy testigo y lo reitero: es como un rush que, apenas al evocarlo, hace que me vuelva a mojar.

Y luego recuerdo las variaciones y vuelvo a desvariar. Como cuando ando muy escandalosa y él me cubre la boca con una mano y con la otra sostiene y oprime alguno de mis senos. En eso me libera porque le fascina escucharme. Y a mí también me enloquece escucharme o simplemente escuchar: los golpes de su piel contra la mía, el ruido que hace mientras me escarba con los dedos o me succiona con la boca: aspira, escupe sorbe la sopa, vuelve a escupir y resopla, como caballo, mientras compulsiva y convulsivamente sacude la cabeza y literalmente se hunde y se pierde entre mis piernas.

Del hentai, todo indica, este novio mío también aprendió a rendirle tremendo homenaje a aquellas pequeñas cosas, como los fluidos y la manera en que éstos brotan, manan y explotan fluorescentes: ya no digamos el squirt (tan venerado en el porno) sino el mero splash, el mero escurrimiento: el ímpetu, las burbujas, la espuma que se embarra y nos deja pegajosos, mientras la delirante danza continúa.

Pensar que tanto tiempo pasé de largo del hentai porque asumía que los dibujos animados jamás me dirían algo que no supiera ni me mostrarían algo que no hubiera visto en los otros tipos de porno, de los comerciales a los domésticos. Pero, y aquí va un cliché, ¡qué equivocada estaba! Diría que lo lamento, pero mentiría. La realidad es que vivo este descubrimiento como niño con juguete nuevo: dividiendo mi actividad sexual entre mi novio (el máster del hentai) y los desvelos que dedico a navegar la red y hacer pedidos online para saciarme de este género que me trajo de regreso la forma más pura de la inocencia y de la perversión. . . Quizá sea por eso que, últimamente, ando por la vida como viniéndome continuamente.

 

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